Para Andrés que regresa a Bogotá.
Hace años el pensamiento era ir, hacer, deshacer, aprender y emprender. Por eso me fui a Barcelona, estando allá algo pasó.
Recuerdo llegar e irme a un hotel cerca a Sants Estaciò, lejísimos de donde iba a estudiar. Dormía por horas inadecuadas como para disfrutar el día, poco a poco el jet lag fue abandonando al cuerpo.
No había tanto dinero y estaba muy dispuesto a aprender el «cómo» hacer para que rindiera.
Me busque un apartamento económico y lo encontré a una hora en metro, en Bellvitge. Era de un ecuatoriano buena onda que trabajaba limpiando un mall por las madrugadas. No aprendí mucho durante mi estancia en este lugar excepto a llamar por locutorios y a no irme a vivir más allá del Mercat Nou.
Cuando arrancaron clases, una semana después ya tenía ubicada mentalmente la ciudad, norte, sur, este y oeste y las conjugaciones de movimiento que todo chilango se aprende viendo un mapa de metro, nada más lejos de lo que viviría meses más tarde en compañía de la persona a quien dedico esta entrada.
Inicié clases. Desastrosamente aprendí a moverme cada vez más temprano por el metro, comprendí que de momento vivía en la zona obrera de la ciudad y si algo iba a aprender era a ver el esfuerzo en su máxima expresión.
Me moví al mes, encontré algo más cerca pero más pequeño. Un chilango me aceptó por el sólo hecho de ser mexicano. Fue una gran decisión, San Juan de Letrán ahí detrás del barrio chino está de acuerdo conmigo.
Viví en la Gran vía de Les Corts Catalanes. Una delicia. El cuarto pequeño pero sólo llegaba a dormir así que estaba perfecto. Había iniciado las clases y casi al mismo tiempo las obligadas prácticas profesionales en Amics de la UNESCO. Aunque era interesante, lo que importaba era acabar las prácticas y conseguir rápidamente un empleo de medio tiempo. Era el plan.
En la escuela, EAE Barcelona, ahí en Aragò 55. Las clases habían iniciado puntual y sin predicamentos, exceptuando que no habían ingresado todos los alumnos, hacían falta un par, no podía creer que alguien faltara los primeros días, pero así sucedió.
Tomaba las clases, iba a la biblioteca, prácticas profesionales, iba al piso, tarea, buscaba empleo. aburrido todo el asunto.
El tipo entró un día al aula, tarde, a media clase, con cara de bobo, flaco, ojeroso y sonriendo. No tenía idea de quién era o de que se convertiría en mi mejor amigo, y sin embargo ahí estaba, con cara de sueño, tomando asiento dos bancas adelante de mi.
El italiano en la banca de al lado se volteó y me dijo si íbamos por una cerveza acabando clase, y mira que aún siendo pobre, jamás me negue a tomar una cervecita.
Y nada… que los años han pasado, el italiano sigue mandando mensajes, regalos, canciones y el colombiano sigue siendo un gran tipo, quizás más gordo, pero con la misma cara de sueño que no es ensayada, sino comprometida con la vida.
Mucho le aprendí a ese tipo que se quedó a vivir en Barcelona cuando yo regresé al país. Mucho y todos los días le aprendo algo, así que cuando me contó de la oportunidad de volver a Bogotá con un puesto muy interesante y bueno, algo en mi se pusó muy feliz, fue como sentir que su logro era mi logro, como si toda una historia que no es mía lo fuera, como si leer un libro me hiciera parte de la victoria, como recordar todas esas veces que sin dinero lo pasabamos bien, de las veces que nos veíamos y sabíamos que sin dinero nos podíamos poner de acuerdo para sacar las copias entre los dos, de regresar caminando, de encontrar empleo el como mesero yo como recepcionista de hotel, de compartir piso, de contar historias, y de tantas cosas más.
En la humildad conocí la grandeza, la propia y la ajena, sin duda saber que se regresaba a su tierra me propició ganas de sonreír toda la tarde. Así fue como tuve unas ganas increíbles de decirle a la nada y contestarme mentalmente: ¿a qué huele el omellete?
¡A huevooooooo!